
«Existen dos maneras de ser feliz en esta vida:
una es hacerse el idiota y la otra serlo.»
Sigmund Freud
Los días siguientes pasaron sin pena ni gloria, totalmente aburridos y rutinarios. Las horas transcurrían rápidamente cuando estaba en el jardín, pero muy lentas por las noches. La comida no me gustaba, no podía distinguir si tenía hambre o ganas de comer algo que realmente pudiera llegar a disfrutar. Hacía cinco días que estaba en el hospicio, y ya extrañaba la comida de mi madre, sus tartas, sus fideos, el almacén del italiano -donde me enviaban a hacer los mandados-, mi barrio, Flores, el tren, las calles solitarias, oscuras, que transpiraban melancolía. Todo eso presionaba en mi pecho la angustia contra el estómago. El quinto día, de a poco, pasaba a ser historia, recostado mirando el techo, aburrido y amenazado de muerte por mis pensamientos, veía la noche avanzar. Miré el reloj de afuera y me di cuenta que Shuster ya debía estar por llegar a hacer su visita diaria. En ese momento, hubiera matado por un libro, una revista, una película o un disco, ya no se podía soportar esa falta de pensamiento, de arte, de distracción.
No podía evitar pensar, era lo único que se podía hacer en el hospicio. Las palabras de Carlos me resonaban como el eco en un terraplén; la visión de ese hombre sobre la sociedad, las miserias humanas, las soluciones que imaginaba, realmente era sorprendente. No se puede llegar a comprender cómo una persona con ese nivel de análisis puede estar internada en un lugar como ése. “Imaginá que si las ideas se implementaran, transformaríamos el hospicio en un pequeño París, desde acá podríamos importar talentos, generar la revolución, vencer al ejército y triunfar con las ideas del pueblo. Nadie sospecharía del hospicio como centro político de organización revolucionaria”, pensé. Me entusiasmó la idea, realmente creí que era posible. Carlos era un gran líder político, aunque demasiado utópico, tal vez por eso estaba encerrado, por ser utópico.
El golpe de la puerta generó una fuga de mis pensamientos, giré la cabeza y miré a Shuster parado en la puerta. Hice un gesto en señal de aprobación e ingresó.
-Buen día Ernesto, ¿cómo andás?
-Bien, doctor, aunque me gustaría confesarle algo.
-Por favor, para eso estoy.
-No quiero irme a dormir tan temprano. Yo comprendo que usted tiene que hacer su trabajo y aplicarme esa inyección que me duerme hasta dentro de doce horas. Pero soy muy joven, es sabido que los hombres jóvenes son como los ladrones, les gusta andar de noche.
-Si, lo sé. Pero los jóvenes que están aquí dentro, también necesitan que le apliquemos la medicación.
-No voy a dejar que me inyecte. Sinceramente, me cuesta creer que no se haya dado cuenta que no estoy loco, aunque también debe ser la frase que más escuchó aquí dentro.
-Ésa y “soltame hijo de puta” son las que lideran las listas.
El doctor lanzó una carcajada que me sonó muy amistosa. La conversación entraba en un terreno conflictivo. Yo estaba dispuesto a defenderme de esa inyección que me quitaba neuronas y tiempo para planear mi escape. El chiste de Shuster logró distender la conversación y generarme confianza.
-Nunca le diría hijo de puta. Por otro lado, usted está capacitado para distinguir quién lo dice de verdad y quién no. Me imagino, también, que después de varios días de estudios que me realizó, habrá notado mi integridad psíquica.
-Hablás con mucha propiedad para ser un loco y, como si fuera poco, de 20 años.
-¿Puedo contarle mi historia?
-Adelante, tengo toda la noche.
-Mi padre me encerró acá. Él está vinculado con gente de poder, del ejército. Pertenece a un grupo que planea derrocar al presidente e instalar una dictadura. Yo, por mi lado, desarrollé ideas totalmente opuestas. Militaba en un grupo anarquista dónde planeábamos intervenir para evitar el avance de las ideas derechistas armadas. Gracias a las amistades poderosas de mi padre, consiguió hacerme pasar por loco para “sacarme del medio”, en nombre de Dios y la construcción de una gran nación liberal.
-¿Y el peor castigo fue internáte acá?
-Todavía no estuve el tiempo suficiente como para poder contestarle eso. Pero, desde la visión de él, seguramente.
-Veremos, Ernesto. Tu informe dice que padecés de esquizofrenia, pero sinceramente, yo creo que no deberías estar internado acá. Por otro lado, no estoy autorizado para dar las altas.
-No le estoy pidiendo que me de el alta. Espero que mi padre me saque pronto, cuando crea que ya fue suficiente castigo, pero mi pregunta era otra.
-Adelante entonces.
-¿Usted cree que estoy loco?
Shuster se quedó en silencio, mirándome, después se acercó a la puerta, que había permanecida abierta durante toda la conversación, miró hacia ambos lados del pasillo, para verificar nuestra soledad, y cerró.
-La verdad –dijo murmurando- es que en éste hospicio hay muchos que no lo están y yo creo que sos uno de esos. Por distintos motivos, dependiendo del caso, los internaron de la misma manera que un preso inocente debe cumplir la condena por un delito que no cometió.
-Pero si usted sabe esto, ¿por qué seguimos acá?
-Por lo general, los internos que no deberían estar internados, fueron enviados por gente que, por algún motivo, quiere tenerlos encerrados. Familiares o enemigos, con intereses económicos ó políticos… Para agravar la situación, el director del hospicio es un hombre vinculado con la burguesía, con el poder, y defiende éstos intereses. Es muy difícil hacer justicia. Lo he intentado. El ejército está adquiriendo un poder muy grande y nuestro querido director cada día se acerca más a ellos. Es un hombre ambicioso, cegado por el poder… el poder es la peor droga, Ernesto. Ya no hay amor en un corazón que busca poder, no hay compasión, no hay solidaridad, no hay entusiasmo, solo busca alimentarse, siente que se muere si no se alimenta y no existe otra cosa que le genere más satisfacción que el poder. Incluso una mujer pierde posibilidad de satisfacción ante el poder. Como si fuese poco, esa ambición por el poder, trae la codicia, la avaricia… El dinero que gana el director por cada interno que hace pasar por loco sin estarlo, es incontable. Es difícil luchar contra los engranajes y tejidos de corrupción que existen, tanto en el hospicio como en el país.
-Pero algo hay que hacer doctor. No podemos permitir esto.
-Ernesto, lo único que se puede hacer es resistir.
-¿Me va a ayudar a salir?
-Ojalá pudiera. Voy a hacer todo lo que esté a mi alcance. Así lo hago con todos los internos que se encuentran en la misma situación.
-Me deja más tranquilo.
-No hay que tranquilizarse, hay que luchar. Te explico cómo vamos a proceder: durante mi turno, vas a tener la libertad que merecés dentro del hospicio. No va a haber inyecciones ni medicamentos para vos. Durante el día, en el momento en que yo no estoy, tengo dos enfermeras que van a hacer lo posible para que no te administren los medicamentos, eso es lo único que puedo hacer por ahora. Te aseguro que las noches son muy entretenidas aquí dentro. Todas las noches el grupo de los alienados -así le llamo yo a los internos sanos- se reúne en la habitación de Iolster. Hoy no, pero mañana a ésta hora voy a pasar por vos y te voy a llevar allá.
-Muchas gracias, no se como agradecerle.
-No es necesario agradecer.
Shuster se dio vuelta y caminó hacia la puerta. Pocos pasos después, se detuvo, giró sobre sus pies y preguntó:
-¿Necesitás algo?
-Unos libros me vendrían muy bien.
-Yo me encargo.
Sin dar lugar a mi respuesta, se fue y cerró la puerta.
Esa noche fue muy larga, no estaba medicado y me costó mu- cho dormir. Hice, en mi cabeza, las memorias de estos prime- ros cinco días en el hospicio. Pasaron cosas muy raras… Primero Carlos con su discurso utópico, ahora el Dr. Shuster con una posición conspiradora y combativa ante el sistema. De a poco encontraba líderes en el hospicio, encontraba todo eso de lo que mi padre intentó alejarme… A Edipo lo desterraron para evitar que matara a su padre, en la tierra lejana creció, volvió y lo mató. Yo me encontraba exiliado prometiendo una revolución. Esto recién empezaba, todavía me faltaba mucho más por aprender…
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