Sin importarle el desorden que se extendía a lo largo y ancho de su habitación, decidió salir a caminar solo. La mudanza era algo que no le gustaba, mucho menos si se trataba de encerrarse en un cuarto a ordenar mientras afuera existía una ciudad por descubrir, un nuevo mundo donde perderse, un mar de sentimientos por aflorar o, por qué no, un sinfín de historias por contar. La idea de perderse la vida haciendo cosas que no tenían sentido le generaba asco. Afuera, el sol pegaba con una tibieza que hacía perfecta la temperatura, al tiempo que iluminaba cada rincón de la ancha avenida. Caminaba incrédulo, observando cada detalle. ¿Cómo podía vivir tanta gente encimada en el mismo lugar, sin un centímetro de tierra, sumida en el silencio de la naturaleza? Ese silencio no existía en el medio de los altos edificios y el tránsito continuo, sin embargo, algo de todo eso lo sedujo y pensó en no volver nunca más a su pequeño poblado –sin saber por qué, en su interior estaba convencido de que no lo haría–. Mientras sus ojos se paseaban por las calles atascadas de gente, grabando en su mente las imágenes como si fueran fotografías, su alma se sintió mejor. La sensación de estar más cerca de un sueño lo llenó de alegría y lo obligó a suspirar, al instante siguiente se sorprendió de que nadie se saludara, tardó en entender que todos eran desconocidos, que nadie miraba a los ojos a quien caminaba a su lado, que cada persona vivía en un mundo que nada tenía que ver con los demás y se dio cuenta de que le iba a ser muy difícil hacerse notar con sus escritos en medio de semejante vorágine y la pena lo invadió otra vez, esa sensación que no lo dejaba en paz y era tan difícil de explicar con palabras, tan dañina como repentina, tan punzante como la espada más filosa del mejor gladiador. Perdido y sin saber por dónde empezar, siguió caminando con menos entusiasmo. Inexplicablemente su alma se batía constantemente en un duelo por la supremacía. La felicidad y la tristeza eran tan corrientes que aparecían de repente como una tormenta en el desierto, tan cambiantes que bastaba un segundo para pasar de la depresión más profunda a la euforia más desmedida sin razón aparente, por lo menos para los demás. En su interior la razón existía y él sabía perfectamente de qué se trataba… la vida no avanzaba como había soñado, las cosas no se daban como él pretendía, descreía del amor tanto como de todos los dioses que había conocido, desconfiaba de los hombres, convencido de que eran el principal problema de la humanidad, le indignaba profundamente el comportamiento de la gente que, hundida en la locura que el mundo proponía, se llenaba de violencia e intolerancia. Un torbellino de angustia le sacudía el pecho al momento que se desgarraba en un papel escribiendo las palabras que no podía decir ante los demás, ésas que quedaban clavadas en su garganta sin poder salir, sin embargo, a sus manos no las podía detener en los momentos de mayor angustia –algunos lo llaman inspiración, él lo llamó sufrimiento–, cuando la soledad era tan grande que la idea de suicidarse lo excitaba, cuando el dramatismo destruía a la realidad y el corazón daba saltos incontrolados. Sin aviso –de la misma manera que aparecía– ponía el punto final y la angustia desaparecía, aunque él sabía perfectamente que era temporario. Seguía caminando por las calles de la capital sin un rumbo aparente, era momento de empezar a recorrer el camino que siempre soñó pero que nunca imaginó lo difícil que sería. Mientras tanto, Alfredo se preparaba para ir a conocer su nuevo lugar de trabajo, la ex fábrica de Don Alva. Lo que no sabía era que el mismo Fuch lo estaría esperando. Bajó por el ascensor al garaje del edificio y se subió al auto que le habían dejado estacionado, se sorprendió al ver que era prácticamente nuevo y se le escapó la primera sonrisa capitalina. Le habían explicado cómo llegar hasta la fábrica pero no estaba seguro de poder hacerlo sin perderse, tenía pánico a no ubicarse en semejante ciudad. No es fácil para un hombre de su edad cambiar repentina y drásticamente la manera de vivir. Las cuadras que recorrió fueron caóticas, el violento tránsito capitalino reinado por las bocinas y los conductores arriesgados (sin olvidar la falta de cordialidad y las velocidades alteradas) fueron demasiado para su primer viaje. Estas conductas eran corrientes en el comportamiento de los habitantes de la capital pero no en un hombre mayor que vivió con el ritmo de una pequeña ciudad. Paró en un semáforo con los ojos abiertos e incrédulos y se quedó contemplando a su alrededor, todavía no terminaba de entender qué hacía ahí parado, por qué había aceptado la propuesta de Fuch, qué hacía separado de Estela y cómo se le había ocurrido separar a Juan Cruz de su madre, pero un bocinazo lo regresó a la realidad y continuó su camino a la fábrica sin ninguna respuesta. Totalmente transpirado y lleno de pánico –producido por su aventura al volante– paró en la puerta de la fábrica. Consciente de la lentitud de sus movimientos, rehusándose conscientemente a que la vorágine le gane, se dirigió a la puerta lateral de la fábrica y tocó el timbre. ¿Por qué un hombre de su edad tenía que pasar por semejante momento? “Debería estar en mi casa disfrutando del tiempo que me queda. Uno trabaja toda la vida para intentar disfrutar los años de jubilación, pero el cuerpo ya no le responde. En definitiva, uno trabaja y después no se encuentra en condiciones de disfrutar. Al final, la jubilación sólo parece un certificado de incapacidad”, concluyó, mientras esperaba que abrieran la puerta. Cuando al fin le abrieron intentó disimular su disconformidad sentimental al poner una forzada sonrisa, pero el empleado que apareció detrás de la puerta ni siquiera reparó en su expresión y lo saludó. –Buen día. Usted debe ser Alfredo. –Así es, mucho gusto.
Alfredo, sorprendido, le estrechó la mano con fuerza. Su padre siempre le dijo que estrechar la mano con fuerza era una demostración de firmeza y honestidad. –Lo mismo digo, Alfredo. Mi nombre es Juan. Le voy a mostrar todas las instalaciones y comentarle cómo nos manejamos acá. –Juan… Igual que mi hijo, y debés tener una edad similar. Será un placer. –Perfecto, sígame –Juan hizo un gesto indicándole el camino. –Por favor, no me trates de usted, ¡no estoy tan viejo! –Perdón, Alfredo. Es la costumbre.
Se disculpó el joven, mostrándose amable. Juan inició su camino por un pasillo y Alfredo lo siguió. Caminaron alrededor de unos veinte pasos hasta que salieron a la recepción donde todavía, abajo del escritorio, figuraba el logo de Don Alva. Una mujer que rondaba los treinta años, muy elegante, con el pelo recogido en un rodete, unos ojos azules intensos enmarcados en unos lentes que insinuaban demasiado y vestida con una camisa que parecía no resistir el ataque de los pechos buscando romper los botones, les sonrió en señal de cortesía. Alfredo pensó que ya no estaba para semejante mujer al tiempo que le devolvía la sonrisa. Continuaron por otro pasillo más corto que el anterior y al cruzar la puerta salieron a lo que era la inmensa fábrica, devenida en depósito. Alfredo miró y no lo podía creer: un lugar inmenso que todavía mantenía el olor a chocolate y el calor de las máquinas, la nostalgia de que ya el mundo era otro vibró en sus venas, al tiempo que recordó todos los momentos de su vida que compartió con los productos de Don Alva, y ahora sólo era un depósito de linternas extranjeras. Levantó la vista y vio lo alto que estaban las últimas cajas. No era bueno para los cálculos y, por más que lo intentó, no pudo descifrar cuánto median las estanterías y cuántas linternas había. Juan lo observaba en silencio y no quiso molestarlo. Cruzaron todo el depósito dejando atrás lo que antes era la zona de laboratorio y departamento químico de Don Alva, hasta subir por una escalera a la zona de oficinas. Un pasillo largo del cual, a los costados, se desprendían las oficinas. En el final del pasillo estaba la oficina más importante, la de Fuch. Lo que Alfredo desconocía era que el mismo Fuch se encontraba en ella. Juan caminó directamente hacia el final del pasillo –todavía no había carteles que indicaran de qué departamento era cada oficina– y Alfredo no sospechó en ningún momento que se dirigía a hablar con Fuch. Juan golpeó la puerta y al recibir el permiso correspondiente, ingresó seguido de Alfredo, quien se sorprendió mucho al ver al dueño sentado en un elegante sillón. Pese a que la mudanza se estaba realizando, había tres sectores que estaban totalmente listos: el depósito con toda la mercadería, el departamento de ventas y la oficina de Fuch. Un escritorio en ‘L’, una hermosa biblioteca llena de libros que nadie leyó, su mesa con whisky y lo más importante, la colección de cabezas de animales que fue cazando por sus incursiones en lujosos safaris por África, todos embalsamados y con los ojos llenos de miedo, capturados como si fueran una foto y con el brillo intacto que dejaron al despedir el último suspiro, un realismo increíble. Alfredo miró estupefacto, al principio le repugnó e intentó entenderlo, aunque no lo logró. Mientras sonreía y le hacía un gesto a Juan para que se retirara, Fuch saludó a Alfredo. –¡Alberto! Qué alegría verlo por acá. ¿Cómo lo trató el viaje? “Alfredo, hijo de puta”, pensó, pero fiel a su manera de ser, no lo corrigió. –Bien, por suerte. Ya estamos instalándonos, le quería agradecer por… –¡Por nada! –interrumpió sin importarle lo que Alfredo decía–. No tiene que agradecerme por nada, es como deben ser las cosas simplemente. ¿Desea un trago? ¿Me acompaña? La sonrisa de Fuch era enorme y contagiosa. Alfredo, sorprendido por tanta amabilidad, asintió mientras César le estiraba la mano para alcanzarle el vaso. –No es cualquier trago, Alberto. Es un escocés añejo, de los mejores, disfrútelo, no creo que haya tomado algo así antes. Me alegro de que se sienta a gusto con el departamento y el auto, pero ahora cuénteme qué le parece la capital. Sin salir del asombro por el trato amable de Fuch, Alfredo contestó nervioso y tartamudeando. –Bi… Bi… Bien. Es muy grande, pienso en cómo voy a hacer para orientarme y poder recorrerla…. –hizo una pausa para pensar bien, se mojó los labios con el whisky (aunque nunca le gustó), y continuó–. Eh… todavía no pude hablar con mi hijo para preguntarle qué le pareció. En definitiva, es lo que más me importa. Fuch se echó a reír e incomodó a Alfredo, pero inmediatamente contestó. –Es padre igual que yo, lo entiendo Alberto, a mí me pasa lo mismo. Un hijo lo es todo, seguramente va a estar contento de estar acá, imagínese lo que hubiese hecho usted de joven con semejante cantidad de mujeres por conocer. César rió alborotadamente de sus propias palabras. Alfredo asintió con una mueca de compromiso, pero sin contestar y sintiéndose bastante incómodo. –Bueno Alberto, espero que esté muy bien acá y cualquier cosa que necesite me lo comunica, la segunda oficina de la derecha, yendo por el pasillo para el depósito es la suya, vaya a instalarse tranquilo y después tómese el día, que todavía falta terminar la mudanza. –Muchas gracias Fuch, le agradezco. Alfredo se retiró sintiendo la mirada de Fuch y de los animales que colgaban de la pared. Caminó hasta la segunda puerta y abrió sin golpear: estaba vacía, como imaginó. Una oficina sencilla, con alfombra en el piso, las paredes blancas, un pizarrón colgando, un escritorio y varios pupitres de frente, le recordaron su época de estudiante, pero ya había quedado muy lejos y sólo quedaban recuerdos fríos, sin rastros de sensaciones. Se derrumbó en el sillón del escritorio y se quedó en silencio contemplando el techo, todavía sin entender bien lo que estaba sucediendo. Adriana, por su parte, se pasó toda la tarde acomodando el departamento, ubicando vajillas, adornos, cuadros, libros, el televisor, el equipo de música, los discos, las ollas, toallas, sábanas y por supuesto su ropa y la de Alfredo. Quería sorprenderlo cuando regresara, tener todo ordenado y la comida hecha, “aunque también estaría bien ir a cenar”, pensó. De todos modos estaba contenta, se sentía lejos de los problemas. Esa falsa sensación que algunos tienen al escapar de los problemas, sin embargo éstos nos persiguen a donde sea que vayamos, como los hongos o los piojos, van con nosotros a todos lados, pero Adriana prefería no admitirlo. En ningún momento pensó en su trabajo, en buscar un estudio o, como mínimo, conocer los tribunales de la capital. No le interesaba rehacerse, solo quería estar con Alfredo. Ese amor que por momentos era más un capricho o una obsesión, una sensación de victoria y perseverancia a lo largo de los años, ese amor de la adolescencia, ese sueño que se materializa tantos años después, la emoción de vivirlo, le ganaba a cualquier cosa que le sucediera. Juan Cruz tampoco estaba, lo que le daba tranquilidad. “Esta va a ser una gran vida”, pensó mientras limpiaba al ritmo de la música que sonaba de fondo. A varios kilómetros de distancia, Estela sentía un vacío enorme en el pecho, todavía sin entender cómo su ex marido se fue a vivir a la capital con su propia hermana, y para colmo se llevó a su único hijo. Distraída, empanaba las milanesas en la cocina de su nuevo negocio. La inauguración no tuvo sobresaltos, fue tal y como la planearon, aunque empañada por la ausencia de Juan Cruz. El comienzo, sin embargo, no fue de los mejores, pasaron las primeras noches llenas de ilusión pero sin trabajo, el teléfono no sonaba y nadie cruzaba por la puerta, la vida le ponía una oportunidad delante, esa que estuvo esperando y creía que nunca iba a llegar, pero no podía entender lo difícil que resultaba. “Trabajar, trabajar, trabajar; pero siempre para uno” decía su madre. Los primeros días dieron pérdidas, los días se transformaron en semanas y el futuro se veía oscuro. De a poco, Estela comenzó a creer que su vida no tenía ningún sentido, pero la fuerza de Alicia la sostenía y no la dejaba caer. La paciencia no es para cualquiera. “Se pasó rápido el día, recorriendo la fábrica y conociendo a los nuevos compañeros” pensó, mientras emprendía el viaje de vuelta en medio de esa ciudad enorme a la que miraba asombrado en cada esquina. Con un auto nuevo que no era suyo, yendo a una casa que no conocía lo suficiente y, como si fuera poco, lo esperaba una mujer con la que nunca había convivido. Demasiado para una persona de su edad. Al llegar y abrir la puerta se llevó una grata sorpresa, todo estaba totalmente prolijo y ordenado, el ventanal abierto de par en par dejaba ingresar una brisa relajante mientras en el fondo brillaban las interminables luces de la ciudad, un cuadro de algún conocido pintor que desconocía adornaba la pared marrón, la mesa de vidrio tenía un discreto mantel a tono que no la cubría totalmente, los libros acomodados en los estantes, el equipo de música pasando una melosa canción y un hermoso olor a violetas mezclado con el olor a comida que salía de la cocina. Caminó entonces siguiendo el olor de la comida, esperando encontrar a Adriana, pero se volvió a llevar una sorpresa, era Juan Cruz quien controlaba la olla y al verlo le sonrió. –Hola… ¿Cómo te fue en el primer día? Alfredo no pudo contestar de inmediato, pero luego de tragar saliva pudo hacerlo. –Bien, me mostraron la fábrica que era de Don Alva. No puedo creer que Fuch haya comprado esa fábrica. ¿Te acordás cómo te gustaban esos chocolates? –¿Cómo no me voy a acordar? Siempre me traías cuando volvías de trabajar… ¡no fue hace tanto! Alfredo sintió cómo el comentario le movía todos los sentimientos y sólo pudo sonreír. –Adriana se está bañando, ya va a estar la comida, ponete cómodo –dijo Juan Cruz, tratando de cortar el momento. –Dale. Alfredo se fue a cambiar para disfrutar de la cena con una sonrisa dibujada y pensando que todo iba a ser mejor de lo que imaginaba. –¿Sabe qué se siente cuando toda la gente te mira como si fueras un monstruo? Al caminar, al despertar, o incluso al dormir. ¡Todos y cada uno de ellos!, a los que les arrancaría la piel del cuerpo y los mandaría a andar así por la calle para que vean lo que se siente. Algunos; los más disimulados, cuando me ven bajan la vista y esperan a que pase para contar cuán feo les parezco; otros, los que no tienen noción del tacto, lo hacen en mi cara, sin ninguna restricción, sin importarles que detrás de esta bestia asquerosa existen sentimientos; y estoy olvidándome de los chicos, que son los que más me lastiman y a los que no les puedo decir nada. Es muy feo ser alguien que escapa a los estándares que la gente lleva en la sangre. En todo el mundo, en todas las culturas, la gente busca agruparse bajo la palabra ‘normal’, es como que esa palabra es un círculo enorme en el que debés estar dentro para obtener respeto. Se creen que soy menos sólo por ser distinto, por distinguirme, incluso, por algo que no elegí, que me tocó y no puedo cambiar, algo que llevo como una piedra sobre mis espaldas. Las mujeres nunca me miraron con ojos seductores, no conozco lo que se siente al besar con amor, sólo he pagado por alguna migaja mentirosa de cariño, incluso tengo que rogar para que me atiendan. Dicen por ahí que es hermoso sentir el calor de una mujer, escucho a los hombres hablar de lo trascendental que es esto para sus vidas… tener el calor y el desenfreno de una mujer. Pese a que no lo conozco y no lo tengo, sigo vivo. Cada noche sueño con encontrar a una mujer que me ame, me cuide, me mire sin ningún tipo de prejuicios o de idioteces estéticas y sin sentido. Siempre escuché dulces palabras de poetas hablando del amor, de cómo le escapa a los límites que la gente impone, de cómo transciende clases sociales, gustos y sueños, pero puedo jurar que sólo son decoraciones para que esta vida sea menos de mierda, doctor. –No creo que sea así –afirmó Federico, pese a que no escuchó ni la mitad de las palabras por centrar su atención en la cara deformada de su paciente. –Explíqueme, entonces. ¿Por qué nunca ninguna mujer me acarició la cara? La mirada del paciente en medio de esa cara maltratada y roja, hervía como el aceite que le hizo esa marca cuando era chico. –Tal vez sos vos quien no lo permite, es por tu inseguridad. –Ustedes siempre con la fácil decisión de echarle la culpa al damnificado. ¿Te creés que no tengo ganas de que me amen? ¿Vos estar- ías seguro con esta cara? –Yo también tengo mis inseguridades. ¿Vos estarías seguro con ésta panza? –preguntó mientras se agarraba los veinte kilos que le sobraban de experiencia en el psicoanálisis. –Mucho más que con mi cara, seguro. –Eso es porque tu cara es tuya y mi panza es mía. Todos tenemos cosas que no nos gustan y no podemos cambiar.
–No podés comparar tu panza con la deformidad de mi cara, y mucho menos porque es resultado de una situación en la que no tuve nada que ver. El silencio apareció por primera vez en lo que iba del análisis. Nunca antes había mencionado que la marca que lo torturaba había aparecido para cambiar su vida. Luego de unos minutos –que parecieron años– en silencio, lleno de nerviosismo y dolor en los ojos, el paciente habló. –Creo que debo irme. –No podés irte ahora, yo soy el que debe darte el final de cada sesión. La voz de Federico se puso firme tratando de parecer imperativa, pero el paciente no escuchó, o simuló no hacerlo. Se levantó y se fue en dirección de la puerta, luego de hacer dos pasos, giró y mirando fijo a su terapeuta le dijo con voz burlona: –Le pago a su secretaria, hasta la próxima semana, doctor. Se dio vuelta con una mueca de sonrisa que no llegó a serlo y se fue. Federico se recostó en su sillón y suspiró hundido en su reflexión. Ese hombre tenía razón, aunque busque consolarlo, su vida era tan desdichada y podrida como violenta y resentida, una vez más Federico no sabía qué camino tomar para continuar con el análisis, después de tantos años se dio cuenta de que se su trayectoria no servía para nada.
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Capítulo 4 – Atajos del destino y algunas vidas desdichadas
La realidad de la economía, la política y la seguridad, eran total-mente diferentes entre el pueblo de Juan Cruz y la capital. Los gran-des medios aseguraban que se vivía en un estado pudiente, de tolerancia y solidaridad, mientras existía un grupo que peleaba contra la autoridad del ‘presidente’. Un hombre que accedió al… Continúa leyendo Capítulo 4 – Atajos del destino y algunas vidas desdichadas
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