Una mañana me levanté y todo había cambiado, la soledad latía en mi pecho como resultado de una sensación ermitaña que había dicho presente el último tiempo. Despertar y darse cuenta que las únicas cosas que te gustan hacer no traen más que soledad, pobreza y una vida llena de adversidades no es lo más recomendable para un domingo soleado de un hombre depresivo. La noche anterior había estado tocando el violín con mi cuarteto en un bar destinado a que los turistas paguen un sobreprecio exagerado por una cerveza de mala calidad. Oscar, Aaron y Fortuna tocabamos en la tarima mal acondicionada los clásicos que nos habían hecho efervescente la sangre y disfrutábamos de eso. Lo hacíamos bien, mis dedos bailaban en el violín con una soltura inédita en mi desempeño, sumaba mi facilidad para el ritmo con la falta de sustento teórico, eso me daba una libertad que excedía todos los límites que las teorías proponían. Mientras paseaba por las notas chillonas pensaba en el corral que nos proponen la religión, las leyes, la moral, la teoría y hasta la manera correcta de elegir, simplemente porque así debe ser. La gente miraba (no puedo asegurar que escuchaba también) nuestro número, cuatro músicos desprendiendo su supuesto talento. En silencio, observaban con ojos de inspector de sanidad en primera fila y, como ya solía pasar, estaba sentado un joven violinista que intentaba copiarme cada movimiento, yo lo sabía pero disimilaba mi molestia. Me observaba directamente a los dedos y se sentaba del lado del escenario que me tocaba en cada ocasión.
Afuera, hacía frío pero ya la buena estación le iba ganando lugar al invierno más aterrador y depresivo para los solitarios. Mientras ejecutaba una melodía sugestiva y alegre, bajo la mirada del joven violinista, reparé en un grupo de jóvenes mujeres que estaban sentadas del otro lado del escenario. Miraban atentas y movían la cabeza o el pie al ritmo de la música, señal de agrado y bien estar. Continué tocando la melodía casi sin pensar, por repetición, por inercia, mientras en mi cabeza se hizo presente la idea de penetrar violentamente a una de las señoritas que clavaba sus ojos en los míos con una fuerza que me asustó. Llevaba una pollera roja que dejaba ver la parte menos importante de las piernas que, a su vez, estaban cubiertas con una media de red negra que dejaba salir un tatuaje lleno de color que no pude ver qué era con exactitud. Enseguida me olvidé de lo que estaba tocando pero nunca lo dejé de hacer, mantuve la mirada para no salir perdedor en el primer encuentro (cosa que hubiese marcado mi eterno segundo puesto en la relación) pero ella dobló la apuesta y sonrió sin disimulo, jugó su turno y me dio los dados. Yo seguí tocando por un rato más.
Al terminar me dirigí hacia la barra para cobrar mi parte de la paga.
-Un vino por favor.
-¿Cuál querés?
Me dijo el encargado de mala manera, sin levantar sus ojos de la computadora con la que no sólo controlaba el bar.
-Cabernet.
-A los músicos sólo les podemos dar malbec y no el de la casa, una copa. Se creen que vienen a emborracharse y no a trabajar.
-Discúlpame, por algo llamás músicos a tu bar, nos pagan una miseria y encima nos tratan mal, curiosamente al hombre que vende cocaína en el baño lo tratan mejor. ¿Será más honesto?
Clavó su mirada en mis ojos y me sirvió la copa de malbec. Le devolví una mirada poco amena y me dirigí a la puerta con mis amigos.
Al salir, los vi en ronda hablando efusivamente entre ellos.
-Este país no da para más, debemos irnos. Me han contado que en Europa los músicos son valorados, que la paga es aceptable, no tienen que rebajarse para enseñarle a tocar a pobres chicos arrastrados por sus padres para que los dejen a solas un par de horas, que mucho menos te niegan la comida y no hay que trabajar en el puerto quejándote al sol…
Las palabras se vieron interrumpidas en mi mente por el pasar de la mujer de la pollera roja, me miró y se fue sin decir nada. Yo me encontré repasando mis penas mientras esperaba el colectivo envuelto en una madrugada tenebrosa, en soledad y con el alma vacía. Con doscientos pesos en mi bolsillo correspondiente a mi paga y un violín de treinta mil pesos.
