Recuerdo muy bien esa tarde en la que mi vida tomó un cambio radical. Contaba apenas con 20 años y afrontaba una dura lucha con mi familia. Mi padre era español y llegó a la Argentina, como solía pasar en ése entonces, buscando un escape a la miseria. En su pueblo natal, Ferrol, trabajaba de talabartero, en Argentina, la tierra del cuero, no podía fracasar. Al llegar a Buenos Aires conoció a mi madre y a los pocos años nací yo. Me siguieron un hermano y dos hermanas. Mi padre tenía una ideología fuerte, su infancia en Ferrol fue muy dura. Era sometido a un duro sistema de castigos, que mi abuelo había aprendido en el celibato que luego abandonaría para casarse con mi abuela. Un ambiente basado en el machismo y el rigor. En su adolescencia, conoció a un vecino de Ferrol llamado Nicolás Franco, un aviador del ejército español. Fue él quien profundizó el autoritarismo y las ideas ultracatólicas en los valores de mi padre. Al poco tiempo de hacerse muy amigo de Nicolás, conoció a su hermano Francisco, quien más tarde se convertiría en el dictador español más repugnante de la historia. Mi abuela era una mujer que supo vivir en la burguesía española, pero al morir su marido cayó en la mediocridad de la clase dominada, obviamente, sin perder todos los modismos de aquella hermosa clase dominante. Al llegar a Buenos Aires, mi padre traía consigo una ilusión enorme, en el lugar donde todo florecía iba a triunfar, aunque también traía todo ese ideal totalitario, conservador y disciplinado. Recuerdo una historia que solía contar mi padre. Transcurrió en el barco que lo trasladaba desde Europa a Buenos Aires. El primer mes en el mar, conoció a un catalán e hicieron una buena relación. No era fácil viajar solo, alejarse de su cultura, de su familia, de sus recuerdos, metido en un barco en el medio de altamar. Lo único que podían hacer era conocer a los compañeros de viaje. Cuando la relación ya se había afianzado, éste hombre le contó a mi padre los motivos por los cuáles escapaba; era socialista y profesor de historia en una facultad de Cataluña e intentó implementar sus ideas en la facultad pero los poderosos burgueses no estaban de acuerdo. Lo persiguieron, lo torturaron e intentaron matarlo, pero logró escapar y por ese motivo luego tuvo que huir de España. Mi padre, aterrado al escuchar esas palabras, lo delató como ladrón tendiéndole una trampa. Lo metieron como prisionero en el barco y al llegar a Buenos Aires no supo más de él. Esta historia la escuché desde muy pequeño, nunca me voy a olvidar la expresión de triunfo que ponía al decir: “Puez hombre, yo le tendí la trampa a eza rata. Terminó como lo merezia, en el fondo del barco con laz rataz. La gente con eze pensamiento no deja que el mundo sea grande“. Al principio veía a mi padre como un héroe; un héroe que, en un acto de valentía, salvó la vida de los otros viajeros…cuando fui más grande me di cuenta de lo canalla que era.
Cuando cumplí los 18 años, conocí al Polaco. Un joven de mi edad, hijo de un anarquista que escapó de Polonia para poder mantenerse vivo. De no ser polaco hubiese creído que era ese pobre hombre que mi padre delató. Cada vez que me acordaba de la historia, el personaje del catalán era encarnado por él en mi fantasía. El Polaco me prestó algunos libros de Marx; Weber; Baudelaire; Freud; Darwin y algunos genios más que eran la antítesis de todos los ideales de mi padre. Comencé a frecuentar en un grupo de anarquistas jóvenes que planeaban dar una revolución… ¡Ay! ¡Cuánto me excitaba pensar en el golpe! Sentía que mi nombre iba a quedar marcado en la historia, que la gente me iba a recordar de la misma manera que se acuerdan de San Martín.
Al mismo tiempo, mi padre conoció a gente vinculada al ejército que pensaba derrocar al gobierno y lo sedujo mucho la idea de participar, fiel a sus principios ultra-católicos y su gran aprecio por los uniformados. En una de esas reuniones a las que asistía, uno de sus grandes amigos le comentó que su hijo -por mí- estaba participando de un grupo que buscaba dar un golpe anarquista. Al llegar a nuestra casa de Flores, me proporcionó una paliza que nunca olvidaré. Sus ojos, rojos de rabia, se depositaban en mí de una manera horrible, su alma se puso a la derecha de su cuerpo y miraba a éste castigarme como si se tratara de una maquina sin motor. Mi madre miraba desde el costado de la habitación sin intención de intervenir, de haberlo hecho también hubiese recibido algún golpe demostrativo de poder. Cuando creyó que ya era demasiada paliza, me miró fijamente, intentando trasmitirme terror, y se dio vuelta en silencio. Caminó tres pasos y se volteó, para quedar nuevamente de frente ante mí, y sin vacilar, con un tono elevado e imperativo me dijo: “Zi zeguíz con ezoz ’malan- draz’ te hago pazar por loco y ze terminó. El paíz ez grande, va a zer una gran nación y no voy a permitir que gente como voz arruine el futuro enorme que le tienen preparado a ézte zuelo. Si tengo un hijo zurdo, lo mataré con mi mano derecha, zin dudar- lo…”. Se dio vuelta nuevamente y se fue. Mi madre me miró con ojos de pena y corrió detrás de él. Eran alrededor de las 8 de la noche.
Con el cuerpo dolorido y la nariz echando sangre, me acomodé contra un rincón y comencé a llorar, me dolía mucho más el alma que el cuerpo, no comprendía cómo mi padre podía creer esas patrañas dichas al por mayor por unos cuantos sargentos. No pude dormir, intercalé dolor y bronca, los segundos se hacían eternos y el reloj parecía no andar, ¡no avanzaba! Cuando vi la claridad por la ventana me tranquilicé, mi padre se marchaba bien temprano a la fábrica de carteras que logró fundar con mucho esfuerzo. Al sentir que por fin se había ido, logré dormir.
Los días siguientes fueron complicados, todos allí me ignoraban, hacían como si no estuviera, me paseaba por la casa como un fantasma, no atraía ninguna mirada, ninguna palabra, ninguna risa, ninguna queja. El dolor avanzaba y no lo podía detener, seguramente de haber estado muerto en ese momento, no hubiera sentido todo ese dolor y mi madre imploraría que estuviera ahí. ¡Pero ahí estaba y no me prestaba atención! Una mañana me reuní con el Polaco y le comenté lo que me pasaba. Él, indignado, maldijo a mi padre y me alentó para que continuara con el golpe anarquista, me sugirió que investigue y averigüe los pasos que van a seguir los “soldaditos”, de ésa manera podríamos adelantarnos a sus movimientos, como si se tratara de saber que ficha moverá tu oponente en un juego de ajedrez. Al volver a mi casa, con el alma renovada, noté que me habían quemado todos los libros… ¡Si! Todos los libros. Corrí y busqué a mi madre para preguntarle qué había sucedido. Entré en la cocina, que se encontraba al final del terreno, y atravesé la puerta que comunicaba con el patio. Hacia la derecha había otra puerta que llevaba al baño y luego a los dormitorios. Ella, sentada en la mesa y sin levantar la mirada de sus lanas, dijo: “Hijo, esos tipos te lavan la cabeza, mientras nosotros te demos de comer, vas a ser educado como lo fuimos tu padre y yo”. Un mar revoltoso me subió desde el estómago hasta la garganta, una ola de ira me invadió y no pude evitar gritarle a mi madre: “¡No hacen más que generar gente resentida, gente con ganas de vivir la vida miserable que nos dan. Vamos a ser dominados por un par de soldaditos de plomo, porque eso es lo que tienen en la cabeza, ¡plomo!” Mi voz se escuchó muy fuerte y con gran decisión, era la primera vez que le hablaba así a mi madre. Ella giró la cabeza para mirarme y su cara se transformó, una expresión de terror se hizo presente en sus ojos que brillaban como un rubí. Inmóvil, sin decir nada, parecía tener mucho miedo. Al notar que no obtenía respuesta de su parte me di vuelta para encerrarme en mi cuarto y, al girar, me llevé la sorpresa… Mi padre, parado a unos pocos metros, escuchó mi discurso. Sacó su cinto y me dijo: “Ze terminó acá, o cambiaz laz ideaz o laz cambiaz”. Reaccioné y corrí por el baño, me siguió por detrás, me gritó que me detenga pero no le hice caso, pasé por las dos habitaciones y luego por el pasillo logré salir a la calle. Mi padre no me pudo alcanzar y al verme salir por la puerta hacia la vereda, dejó de correr y me gritó: “¡Algún día vaz a volver a llorarle a tu madre por un plato de comida!” Caminé por la Avenida Avellaneda hacia Nazca totalmente abatido, no podía creer como mis propios padres generaban una guerra contra mí No tenía rumbo, ya la tarde caía y cuando llegué a la Plaza Pueyrredón, me senté. Los pensamientos no tardaron en llegar y mucho menos en transformarse en fantasía. ¡Sí! Eso es, voy a viajar, lejos, al sur… Tomo el tren y me voy a pedir trabajo a una de las fábricas de Avellaneda, hago amistades con los sindicatos y en muy poco tiempo voy a estar manejándolos yo mismo, después me compro un elegante traje para unirme al movimiento de Juan B. Justo y dedicarme a la política. En ése momento vuelvo a mi casa, vestido con el traje más caro, obvio, de galera, toco el timbre y espero a que salga mi padre, solo para decirle que su hijo el “desviado” triunfó con los socialistas…
-¡Ey! ¿Qué haces ahí sentado solo? -la voz del Polaco me despertó de mi fantasía.
-Tuve que correr de mi padre, intentó castigarme con el cinto… -hice una pausa. –No puedo volver ahora.
-Venite a casa a pasar la noche, mis padres salieron de urgencia. Mi tía soltera murió y fueron a enterrarla a Rosario, van a tardar unos días.
-¿No te molesto? -Para nada amigo, vamos.
Me levanté del asiento y me incorporé al lado del Polaco. Caminamos por Rivadavia hasta la casa, entramos y nos quedamos hasta altas horas hablando sobre los pensamientos de Marx y soñando con que algún día el mundo estaría a nuestros pies. Los días siguientes los pasé con él. Me sentí despojado de preocupaciones, caminaba tranquilo por las calles, estudiaba y escuchábamos a su vecino cantar y tocar en el piano unos tangos; pero al tercer día regresaron sus padres y yo tenía que irme. Temprano, sabiendo que mi padre no estaba, volví a mi casa y entré directamente a mi cuarto escondiendo algunos libros nuevos que me traje de la casa del Polaco. Me recosté y comencé a leer pero rápidamente me quedé dormido.
Esa tarde sucedió el cambio en mi vida: un cambio horrible, totalmente perturbador pero, pese a eso, comenzó una época hermosa y de la que nunca me voy a olvidar.
Un fuerte ruido me despertó, sentí el repiqueteo de pasos apurados que cada vez se oían más fuerte, pero no eran pasos de una sola persona, eran varias. De repente los sentí detrás de la puerta de mi cuarto y dieron un fuerte golpe, seguido de la autoritaria voz de mi padre, que dijo:
-“Abrí, ze terminó… zi no abriz la tiro abajo”.
Yo permanecí en silencio, intenté incluso no respirar para no hacer ruido, quizás podía simular que no estaba… pero mi padre siguió gritando, y una gota de sudor frío cayó de mi cabeza. El miedo jugaba dentro de mí, me temblaban las piernas y la mandíbula se me movía como la de un perro con rabia. De repente un fuerte golpe paralizó mi corazón, sentí cómo se detuvo por un segundo y comenzó a funcionar nuevamente… fue increíble. Mi padre había tirado la puerta y con él se encontraban dos hombres vestidos de médicos. Me arrinconaron, intenté defenderme con patadas y trompadas pero eran tres. Uno de los médicos sacó una camisa de fuerza y mientras mi padre y el otro me agarraban, me la colocaron. ¡Qué espectáculo! ¡Qué cinismo!… Me llevaron entre los tres. En ningún momento dejé de gritar, mi madre lloraba contra un costado y miraba toda la secuencia desgarrada. Mis hermanas murmuraban abrazadas, entre llantos. Mi hermano no se encontraba. Al sacarme por la puerta que daba a la calle grité: “¡Señores vecinos! Mi padre es un canalla, me hace pasar por loco… ¡nos van a atacar los militares!”. Después me di cuenta de que más canallas eran los vecinos, ya que ninguno quiso meterse, todos miraban el show de una manera increíble. Me subieron a un auto y me llevaron. Esa noche me metieron en el hospicio, rodeado de “locos”, pero yo estaba seguro de no serlo…
Un comentario en “El hospicio de los Alienados – Episodio primero”