La rutinaria angustia del sol


                  La magia que forman algunas palabras al juntarse genera algo parecido a tu mirada, aquella que no conozco bien y que, tal vez, no llegue a hacerlo nunca. Es difícil entender mis sentimientos, se juntan como esas palabras que forman una frase y generan una angustia sin igual, no puedo explicarla, no puedo entenderla, solo puedo sufrirla. Sin razón evidente aparece y me ataca desde el centro con una fuerza devastadora, lleva mis pensamientos hacía lugares realmente horribles, a lo peor de mí, no puedo cargarme en la espalda semejante desdicha que me ha tocado… ha sido así desde siempre, desde aquellas noches que ,siendo un chico, pasaba sin dormir escuchando el avance de las agujas del segundero con un ritmo tan constante que me torturaba, mientras tanto y con el fin de darle pelea a la angustia me imaginaba historias, situaciones, mujeres, novias, desilusiones e ilusiones. Las palabras aparecían de a miles en mi cerebro que se regocijaba lleno de alegría por sus creaciones… esas palabras, volaban en mi cabeza como los pájaros a los que se le abre la jaula, sin destino, excitados y desesperados. Todo eso pasaba mientras el segundero nunca se detenía. Algunas veces, el sol me sorprendía y con él las obligaciones típicas de un chico, el colegio, el deporte, los amigos pero yo ya estaba mal, sin dormir, con el pecho herido y sangrando por culpa de una nostalgia que no tenía sentido ni razón de ser.
Los años fueron pasando y aquel niño que imaginaba historias, se convirtió en un joven pero la angustia seguía ahí.
Más fuerte y totalmente a gusto de convivir con el desdichado cerebro que había conocido, intentaba transitar los días. En aquel entonces llegué a pensar en que la angustia era parte de mí y que debía convivir con ella, entender que su existencia era necesaria y que podíamos ser eternos compañeros, ése fue un gran error.
Las historias seguían apareciendo por las noches, mientras todos dormían. El reloj continuaba su torturador camino a través del tiempo. Mi relación hacia los demás, sin embargo, iba de mal en peor. Las palabras fluían en soledad y se transformaban en frases, en párrafos, en historias, sin embargo, no podía llevar a cabo una conversación decente con nadie, la soledad firmó una alianza con mi angustia y asediaban constantemente mi resistencia. El sol seguía saliendo cada día y me sorprendía sin dormir, acostado, con los ojos clavados en el techo y mi cabeza saturada del cansancio. Pasaban días enteros sin poder dormir, las ojeras aparecían tan grandes que la gente creía que portaba alguna enfermedad mortal. Me acostaba exhausto, destruido por el cansancio pero sin poder dormir, miles de historias recurrían en mi cabeza y seguían rebotando como esos pájaros a los que alguien les abrió la jaula que mencioné anteriormente.
El reloj siguió avanzando, cómo era su costumbre, torturándome cada noche y aquel joven le dio paso a un hombre (o al menos así me llamaban los demás). Las noches comenzaron a ser mejores, una mujer se coló en mis pensamientos y las historias comenzaron a ser mucho menos dañinas, por primera vez, logré dormir. La abrazaba fuerte mientras me perdía en el mundo de los sueños, mientras tocaba su cuerpo y me sentía un gran hombre con el poder de generar felicidad en ella. Me levantaba temprano y miraba el sol. Por primera vez podía mirarlo y disfrutarlo, caminaba por las tardes sintiendo el aire golpear mi cara y me gustaba, pero algo seguía igual, la angustia estaba presente. Una noche, después de mucho tiempo, la observé mientras dormía, su pelo negro caía sobre su cara redondeada (que tanto me gustaba) y su respiración era tan lenta que se le notaba estar llena de paz. Esa noche, nuevamente no dormí. La angustia apareció, de repente, sin motivo alguno, burlando mis defensas, llenando mi pecho de esa sensación extraña que todavía odio con todo mí ser. Intenté reprimirla, estiré la mano y acaricié el pelo negro que caía sobre la cara de aquella hermosa mujer, pero sentí un frío cruel, mi mano se transformó en arma, parecía tener filo, su piel estaba seca, fría y arrugada, el ruido de las agujas del segundero le daba al momento una sensación tensa de eternidad, saqué rápidamente la mano y me aparté, ésa noche, nuevamente, no dormí. Cómo todas las noches en las que no dormía apareció el sol quién me llenaba de más angustia que la noche. Ella, esa hermosa mujer, de repente y sin ningún indicio, abrió los ojos y volvió a tomar su color trigueño habitual, me miró y sonrió con esa mueca que me había robado mi razón de ser. Ignoró todo lo que sucedió, ella llevaba una hermosa sensación de bienestar, se tiró sobre mí sin dudarlo un instante y sentí el calor de su piel, me pregunté de dónde había salido semejante frío y me entregué a su cuerpo.
A partir de aquel momento (lo recuerdo como si lo estaría viviendo ahora) nada fue igual, las noches de frío y desvelo comenzaron a ser frecuentes, ella no comprendía el por qué de semejante comportamiento y no soportó estar al lado de un hombre que luchaba contra tan filosos sentimientos y que ni siquiera podía explicarlos. Se vistió de blanco con una liga que marcaba su cintura (tantas veces la había recorrido) y se fue, besándome, repitiendo que había sido lo mejor pero que ése era el problema, había sido. La vi mientras se iba, se alejaba perdiéndose en la soleada tarde (como ya estaba acostumbrado, el sol iluminaba mis peores recuerdos), nunca más la volví a ver.
El reloj continuaba siendo la música que mis oídos escuchaban cada noche. Aquel hombre dio paso a uno mucho más frío, con menos pelo, más dudas y cargado de angustia, la misma que había aparecido en aquel chico curioso y portaba miles de historias que revoloteaban como los pájaros que eran liberados después de una vida de cautiverio, pero yo no estaba liberado, todo lo contrario, seguía sin dormir, largas horas pasaban frente a mis ojos, algunas personas se atrevieron a preguntarme acerca de mi insomnio, de mi silencio y de mi extraña forma de evadir el contacto con algún otro ser hablante, pero no supe qué contestar. Me perdía solo entre largas horas, mientras afuera la gente correteaba y sonreía disfrutando del sol, yo me encerraba en mi habitación, en soledad, en la más profunda soledad, a trasladar las historias que mí angustia generaba en un cuaderno que nadie iba a leer. Pasé años llenando ese cuaderno de palabras que solas y en los renglones parecían muertas pero que en mi pecho cobraban una vida punzante y llena de tristeza. Como a lo largo de toda mi vida, las palabras que aparecían de a miles por las noches en forma de historias, de recuerdos, de deseos, de miedos, de pensamientos, brillaban por su ausencia cuando se trataba de un intercambio verbal con alguien.

Un anciano apareció de repente en lugar del hombre que era. Una mañana me levanté y me di cuenta que ya no era el mismo, que la vida había pasado y que solo me restaba quedarme esperando lo que tanto había deseado, el fin de esa angustia. Como no podía ser de otra manera, todavía me hace esperar. Todas las noches deseo que el sol me lleve, me gustaría que sea él quien me lleve, mi última imagen, la que de por terminada la historia. Ahora, después de ver toda mi vida como experiencia y no como futuro, después de que todo lo que soy es lo que hice y no lo que haré, después de que mi espalda sufra tanto como mi alma, después de que las ilusiones ya no existan, que tan solo desee terminar con tanta mentira y tan frágil realidad, hundido en la misma angustia que apareció atacando a un niño inocente y desprotegido, que generó miles de historias, que liberó los pájaros que vivían encerrados en mi cerebro, que sintió la frialdad de una mujer que gozaba del calor, que hizo del sol su escenografía preferida, que detuvo las agujas del segundero cuando yo ya no les prestaba atención.


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