Mi trabajo es algo particular. Oscilo entre la conformidad y la desidia. Hay noches en las que me siento el hombre más importante de la ciudad, las miradas se posan en mí y la energía de los presentes es controlada por la mía. Al principio me costaba mucho excluir ese quehacer de mi estado anímico particular, con el tiempo aprendí el oficio y ahora pasa menos. Hay noches en las que me siento exultante, cualquier cosa puede pasar mientras yo camino con holgura sobre un ritmo que me queda cómodo, controlo cada instante y de mí depende el balanceo de los presentes que se divierten, historias particulares que se entrelazan, algunos en una primera cita piensan el instante exacto para el beso, otros en cambio imaginan en silencio cómo escapar y no brindar más su energía al ritual. Algunos me observan indisimuladamente mientras ejecuto mi trabajo y me incomodan pero no les importa. Bajo la mirada y sigo porque algo de eso me gusta, disfruto de estar ahí. Una vez mi padre le dijo a un amigo suyo delante mío: -Él trabaja solo porque le gusta, nunca le importó ganar dinero, solamente quiere no hacer lo que no le gusta-. Y esa frase retorna cada tanto a mi mente cuando disfruto de mi trabajo. Sin embargo, hay otras noches en las que los demonios del pasado me atacan y vuelvo a escuchar las voces, que en más de una ocasión, han profetizado mi error al elegir el camino. -Esto que haces va a ser un trabajo el día que ganes dinero haciéndolo-. -Solo ganas para sobrevivir, eso no es vivir de lo que haces-. -¿Qué sentido tiene que digas que trabajas de eso si tienes cuarenta años y no te has comprado ni tu casa, ni puedes pagar un alquiler en Chamartín, ni tienes coche eléctrico para ingresar al centro, ni hijos, ni nah-. Esas noches, esas palabras con forma de dardos envenenados me cuestan, suelo fingir demencia y hacer como que nada pasa, que nada de eso me afecta y enciendo la muralla energética que me dieron los años de experiencia y oficio. Es cuando me pongo invisible entre mucha gente.
Soy un animal enorme, más de cien kilos y dos metros de huesos encuadran un ser sensible que le gusta esconderse detrás de sus defensas. Cualquiera pensaría que no es posible que pueda lograr semejante hazaña. Me visto con animal print para hacerlo más exagerado, las luces solo iluminan el pedacito de suelo donde me voy a parar, la gente colma el sitio rápidamente, en sus paredes acumula la energía del jolgorio por siglos. Fiestas prohibidas en épocas dictatoriales, fetiches tabú, alcohol ilimitado y música del diablo han hecho de la cueva el infierno en la tierra durante años y años. El aforo es limitado, muchos se quedan afuera y miran con desprecio a algún asiduo VIP que entra aunque no haya sitio saltándose la cola.
Antes de empezar es el mejor, el momento en que todos sabemos lo que va a suceder pero faltan algunos segundos. Es mi momento preferido del trabajo porque se puede sentir la sangre bailar en las venas y en el ambiente viaja una excitación muy especial. Mi tarea no es muy distinta a la de los animales del circo o los magos. Por eso elijo la vestimenta animal print, el sentirme un animal de circo es lo que hace posible ser invisible. Ellos también lo son, a nadie le importa cómo están, ni cómo llegaron ahí, solo quieren que les den diversión en el momento: aparecer, hacer trucos para entretener, aguantar los egos desorbitados de algunos compañeros, sonreír, hacer bailar y sacarles el dinero para luego después desaparecer. Todavía no lo saben pero esa también es mi misión. Espero en un costado mientras observo las caras… Grupos de amigos, matrimonios que llevan décadas, ojos solitarios que buscan quedarse en cualquier mirada que los detecte, ninguno de ellos se percatan de mí mientras aguardan el momento del comienzo del espectáculo.
Hoy será una noche en la que seré invisible, lo presiento. No saben todavía que soy yo uno de los que están esperando y prefiero que aún no lo sepan, todavía falta un rato. Me sirven un gin-tonic y sigo mirando, llegué temprano y faltan mis compañeros. Llega alguien que ya me conoce y me saluda con la cabeza, él ya sabe mis trucos y de mi gran tamaño de animal, no se va sorprender tanto hoy. Los demás no lo esperan porque estoy sentado y porque aprendí a ser invisible. Bebo un trago y escucho la música que suena, me gusta y no sé qué es. ¡Ay! Ese momento me encanta.
El instante exacto antes de salir a hacer mi gracia es cuando llegan los compañeros y el encargado nos hace la seña mientras baja poco a poco la música. Nos juntamos. Hoy seré invisible. Vuelvo a pensar mientras el más entusiasta del grupo habla, arenga y busca competir por la atención del público con nosotros, lo sé, lo conozco aunque él quiera demostrar lo contrario y yo no me presto a esa competencia, quédate con tu ego. Es el momento, aparecemos, la gente se pone contenta, algunos aplauden, otros miran con sus ojos llenos de juicio y desconfían de nuestras apariencias, no se dejan llevar fácilmente mientras los que sí, nos entregan toda su energía en forma de entusiasmo y sonrisas. Algunos ojos se quedan en mí pero hoy decidí ser invisible, cierro los ojos e invoco el poder para que ya no me mire. El especialista del tiempo cuenta los pulsos hasta cuatro y empezamos a fluir al ritmo del swing, la música de verdad hecha al instante llega a cada rincón de la cueva. Nos transformamos en artesanos del sonido que pelean por mantener vivo lo analógico y real ante el embiste del ritmo tropical producido por fordismo digital presumiendo lujosas imágenes. Nosotros optamos por llevarnos los sentimientos de los presentes de viaje sin olvidarnos del bienestar de los pies que necesitan movimiento para que la circulación nos los deje dormidos. Hacemos los trucos, uno de nosotros baja entre las mesas, se acerca a una pareja y toca para la dama, su caballero se siente mal pero lo disimula, los celos lo atacan mientras el alma de la fiesta puso los ojos en su amada, el de la guitarra prefiere los malabares de sus dedos moviéndose rápido y al instante muy lento. Vamos subiendo poco a poco la intensidad, la presión y la tensión hasta llevarla al punto que nos incomoda a todos. Cuando ya no se aguanta más dejamos que se desplome en el suelo. Nos relajamos hasta el instante anterior a quedarnos dormidos. Los trucos son lo más importante, no queda afuera ninguno. Toco y toco, una tras otra, de primera a quinta, de quinta a tercera, de tercera a cuarta y empiezo de nuevo. Las luces me enfocan pero sigo siendo invisible, nadie repara en los cimientos, la punta del rascacielos se lleva las fotos, los flashes y las miradas. A mí, en cambio, me pagan por construir las vigas, juntar el cemento y los ladrillos, dar el ambiente justo para que el vaivén de la raíz sea placentero, cuando encuentro el compañero que entienda lo importante de la base, ahí estoy cómodo, con él estoy en ese lugar que me llena. Mientras los IPhone graban en primer plano las voces de los que disfrutan la primera plana. Esas noches en las que puedo ser invisible las disfruto, me gustan porque ser invisible es un Poder.
De un momento a otro, mientras los niveles de alcohol en los presentes distorsionan la realidad, damos por finalizada la fiesta. Nunca falta el que se queja y ofrece lo que sea para que sigamos, también suele aparecer el que te pide canciones como si fueras una plataforma de streaming, pero nosotros ya dimos toda nuestra magia durante tres horas, no hay más energía, es el momento de mezclarnos con los mortales y beber un trago. Entonces, bajo el escalón que nos separa y me meto entre ellos. Los días en los que no uso el poder me detengo a hablar. Es muy curioso lo que sucede y no tengo explicación, todas las barreras que nos impide decirle barbaridades a la gente que no conocemos queda desbloqueada y el público se siente con la capacidad de opinar sobre mí y mi performance sin filtro. Yo contesto con amabilidad, pero no siempre. ¡Uff una vez más estoy divagando!. Esta vez se trata de las noches en las que hago uso del poder y puedo deslizarme entre ellos sin que reparen en mí. Me pido un gin-tonic más, reflexiono en silencio hasta que llega el momento de pasar por caja, porque todos los sueños que tenemos de chicos se transforman en un trabajo y el trabajo en oficio y el oficio le pone precio a nuestro tiempo. Pero esta noche fue más que aquella noche en la que me dieron 48 míseros euros por aquel trabajo denigrante en Navidad disfrazado de reno para algunos millonarios exultantes en un hotel a orillas del Mediterráneo.
Cobré, saludé y me fui en cuanto pude caminando hasta Moncloa, esperé el bus una hora porque mi coche de los dosmil ya no sirve más en Madrid. Saqué un libro de Kafka e imagine cómo sería transformarse en cucaracha, tal vez ese sea mi próximo poder a aprender.


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