Mientras un inventor está de gira.

Published by

on


Se echó en el hombro el montgomery que usaba para las ocasiones especiales y se dirigió al espejo donde encontró un hombre exitoso que había logrado sus propias metas. Sin dinero pero con el alma disfrutando dentro de una salsa que se cocinaba a fuego lento. En pocos minutos debía dirigirse al aeropuerto para regresar a su ciudad, más puntualmente a su hogar, donde lo esperaba su pequeño hijo y su mujer. Su anhelo se vio satisfecho al terminar la cuarta gira en el año o viaje de negocios – como le decía a su mujer para que lo tome un poco más en serio -… Un tiempo atrás había logrado dejar su trabajo de quince años en la empresa de su suegro para dedicarse a su lado de inventor que comenzaba a dar frutos aunque no suficientes para alimentar y vestir correctamente a su familia pero él sentía un orgullo enorme.

 Cuarta gira internacional del año, invitado con gastos pagos a los congresos más importantes de proyectos referidos a la industria de la medicina, le otorgaron un pequeño stand en una ubicación de las más alejadas de la acción pero ahí estaba él con su pecho inflado y la sonrisa eterna de un invento que llevaba en su apellido con una frescura tal que podía llegar a cambiar la industria para siempre. Una noche que lo encontró desvelado se le apareció como voluntad de algún Dios (de ésos en los que él no cree por ser consecuente con su afición por el conocimiento y la ciencia) la imagen de un parche, un simple parche que se pegaba en la piel y luego de 15 minutos daba un diagnóstico certero de HIV. Verde negativo, rojo positivo. Así de sencillo.

Pasó meses y meses que se transformaron en un par de años hasta que al fin dio en el químico exacto que a la fórmula exacta que hizo que parche funcione. Todavía se pone nervioso al acordarse de el momento que se dio cuenta que iba a cambiar la historia para siempre y terminar dando cátedra por ahí. Yo nunca pude obtener el conocimiento necesario para saber cómo funcionaba pero explicándolo se paseaba por el mundo nuestro amigo. Como todo invento que puede cambiar la industria tiene que vencer a los que están aferrados como liendres al funcionar de un sistema que trae tantos beneficios para ellos. Sí, aunque cueste creerlo también funcionan los intereses en una industria como la medicina que debería tener como principal objetivo mejorar la vida y, por qué no, la muerte de la mayor cantidad de personas posible.

Seguía parado frente al espejo con la sonrisa dibujada en el rostro. Pese a no poder vender la licencia y que la única oferta que recibió fue la de una marca de preservativos que pretendía incluir el parche a sus tres condones para que el negocio no se les termine, «si te da el verde dejame en la mesa de luz» repetía el dueño de la fábrica en el stand de nuestro inventor quien se negaba a vender la licencia por más ceros que incluya el cheque que llegó a sus manos. No podía resignar sus aspiraciones medicinales.

El espejo, ése increíble objeto que refleja la realidad en vivo, seguía teniéndolo como actor principal mientras recordaba el cuerpo de Iva. Una hermosa mujer belga que se paseaba por el stand de al lado sonriendo mientras lo miraba fijo sin ningún temor. Concurría el segundo día del congreso cuando venció la pared que levantaba su vergüenza y se puso a hablar en un inglés que generaba risas en los demás que pasaban y lo escuchaban. Los ojos de Iva le transmitían una sensualidad que nunca había experimentado por alguna razón que desconocía le hizo vibrar las venas y lo llenó de seguridad esa que solía faltarle en situaciones similares. En silencio, contemplaba su cuerpo y le costaba imaginarse a esa mujer deseándolo. Olvidando su cultura que juzga a una mujer que se anima a disfrutar de su libertad de la misma manera que un hombre no sometió a juicio a Iva que lo deseó y se lo hizo saber. En breves instantes estaban en su habitación sacándose la ropa desesperados como si el reloj los apurara, olvidándose de todo lo que podía suceder en algún otro lugar en ese preciso instante. Simplemente se disfrutaron hasta quedar exhaustos boca arriba mirándose en el espejo que descubrieron en el techo en ese momento, tal descubrimiento tardío los hizo sonreír de manera compulsiva. Sin conocerse, sin poder comunicarse si quiera en el mismo idioma se excitaron tanto que terminaron riendo de un espejo.

El Congreso duró diez días, al segundo estaba acostado con ella mirando su cuerpo con una admiración inusual, al tercero estaba escuchando el acento del español seductor que ella había aprendido solo para decirle que no vuelva a la Argentina y al cuarto olvidando hablar con su mujer en Buenos Aires.

Estaba frente al espejo, todavía seguía ahí inmóvil, el sueño había terminado, la invitación se terminaba en minutos, el hotel comenzaba a abrir sus gastos a nombre del exitoso pero, por demás pobre, inventor. Debía irse, salir de esa habitación que quedaría como si nunca hubiera recibido tanto aire cargado de sentimientos, como si nunca hubiera escuchado gemir en belga a una hermosa mujer. ¿Cómo abandonar una mujer que tomaba whisky mientras escuchaban las hermosas melodías de Thelonius Monk?

Recordaba frente al espejo los gritos desesperados de su mujer pidiéndole que baje la música aburrida de la música del siglo pasado y que largue el whisky porque era un  pésimo ejemplo para el hijo que compartían. Intentaba esconderse en la habitación que tenía destinada para inventar, escuchar música o escribir estúpidos relatos, dependiendo el estado en el qué se encontrara. Los pies no se le movían del piso, aferrado al parquet y frente a ese mísero espejo que lo replicaba disfrutando orgulloso de su oficio de ser espejo y mostrarle a la gente la realidad. Sinceramente no creo que haya mejor trabajo que desenmascarar tanto a héroes como a villanos por igual y mostrarles su cara tal cuál es pero él recordaba a Iva que ya debería estar camino a Bélgica, las últimas palabras que dijo en un español tan malo retumbaban en su cerebro: “tal vez, tus inventos te lleven a Bruselas, ahí estaré, tal vez disponible, tal vez no, no lo sabemos, pero ahí estaré”. Imposible olvidarse de ese cuerpo que brillaba como la enorme catarata que se escondía en los cerros llenos de vegetación que rodeaban el hotel. De repente, el sonido de la puerta seguido de una voz bien masculina lo alteró, era un empleado del hotel que le rogaba salir pronto. Se volvió a mirar en el espejo, por última vez, se puso el Montgomery que llevaba colgado del hombro, recorrió la habitación intentado retener cada pequeño detalle que haga mantener vivo el recuerdo y salió respirando tan hondo que sus costillas parecieron reventar aunque lograron soportar la presión de los pulmones sin demasiado esfuerzo.

Afortunadamente le tocó la ventana y la salida de emergencia en el avión, pudo estirar sus piernas y apreciar una noche tan oscura que solo era cortada por las luces lejanas de una enorme ciudad que se parecía más a un hormiguero evolucionado que a una civilización humana. Obviamente, y a esta altura no hace falta aclararlo, pasó las 23 horas que duró el viaje pensando en Iva, en las posibilidades matemáticas de volverla a ver, prefirió la matemática porque la estadística era mucho más cruel. El vuelo no tuvo sobresaltos importantes si descartamos los que tenía él dentro de su cuerpo casi inerte, llevó los ojos secos de mirar por la ventana sin moverse, con la cabeza clavada en una chica que no vio más de diez días en su vida pero que le alcanzaron para mover toda su estructura que parecía adherida a lo vulgar de su rutina.

Al llegar al aeropuerto, mientras bajaba del avión imaginó la conversación que iba a tener al encontrarse con su mujer.

– ¿Cómo te fue? – Diría ella- .

-Bien, ya vamos a hacer un buen trato- . Respondería el exitoso inventor por simple cortesía.

– ¿Entonces no trajiste nada? -. Expulsaría la mujer llena de rabia.

– No-. Se limitaría a decir él pensando: Entonces no haremos el amor, ¿verdad? Y llevarían en silencio todo el viaje por la autopista desde el aeropuerto hasta su casa.

Claro que éste dialogo no fue más que la imaginación de él porque al llegar a la salida de la zona de desembarque se dio cuenta de que nunca le avisó la hora ni el día que arribaría el vuelo, llevaba tres días sin hablarle, su ingenuo amor repentino le generó una ceguera tal que ahora se encontraba varado en el aeropuerto, sin la belga, sin su mujer, sin su hijo, sin vender su invento. Sonrió por su estupidez y volvió a repetir el futuro dialogo mientras se subía a un taxi y sus ojos se volvían a acostumbrar a una ciudad que parecía desconocida.

-Qué haces acá? No me avistaste nada-. Otra vez ella a la defensiva.

-Quería darte la sorpresa-. Mentiría ávido de confianza y diría para sí mismo; y agarrarte contra la heladera y hacerte el amor.

-No te conté para la cena – Ella sonriendo llena de complicidad mientras lo besaba.

La  historia continuaba desnudos arriba de la mesa.

El taxi arribó y el inventor le pidió que lo espere, necesitaba ir a buscar dinero a sus casa. El taxista asintió contento mientras el reloj seguía su curso. Abrió la puerta esperando encontrar un seductor olor a comida pero todo estaba oscuro, frío y sin olor aparente. Prendió las luces, dejó caer sus valijas, notaba el aire extraño, se acercó a la cocina por el pasillo de entrada, también estaba oscura, prendió las luces, todo estaba en silencio, abandonado, siguió al cuarto, tampoco había nadie y su ropa estaba tirada en la cama, en el piso, en el ventilador, en la estufa, en todos lados, pasó por el cuarto de su hijo y estaba totalmente vacío con la marca en la pared que declaraba que la cama había estado apoyada en el mismo lugar durante años, continuó a su cuarto, el de los inventos, el de escribir, el del whisky y lo encontró tal cual él lo había dejado pero sobre el escritorio había unas cuantas hojas, se acercó y las reconoció, pertenecían al cuaderno donde él escribía sus penas con una prosa bastante pobre que aspiraba ser de calidad pero no podía llegar a serlo, se acercó para leer bien,  era una frase de él que recordaba bien “Las mejores historias no las he escrito, las dejé tiradas en alguna charla, las mejores noches las dejé olvidadas en un bar”, con lapicera roja seguía la letra de su, ahora, ex mujer, “te dejo todas estas hojas en blanco para que puedas escribir tu mejor historia y, si eres capaz, inventes la manera de dejar de sufrir.” El impacto fue similar a un cross de derecha preciso y certero, de tal manera que lo sentó en una silla que había por ahí. Se olvidó de Iva al instante y su alma se descuartizó en mil pedazos mientras había dejado olvidado al taxista que seguía contabilizando un momento que parecía eterno.


Deja un comentario

Crea una web o blog en WordPress.com